Muerte de un Unicornio: Unicornios vs. millonarios: la fábula sangrienta que nadie pidió.
Hay películas que muerden y no sueltan, y hay otras como Muerte de un Unicornio que más que morder, rasguñan con una pezuña pintada de dorado. El debut de Alex Scharfman es un híbrido extraño, incómodo y, a ratos, fascinante, entre la sátira de horror, la fábula ecológica y la comedia negra sobre el fin de los afectos. Imaginen que Succession tuvo una noche salvaje con Okja, y el resultado fue una criatura fantástica con cuerno, pelambre brillante y ganas de patear el ego de los ricos.

La premisa parece sacada de un cuento lisérgico: Elliot Kintner (Paul Rudd), padre viudo y workaholic, lleva a su hija adolescente Ridley (Jenna Ortega) a pasar un fin de semana con la familia de su jefe, Odell Leopold (Richard E. Grant), en una finca de esas donde huele a dinero viejo y a desprecio nuevo. En el camino, atropellan un unicornio. Así de simple, así de ridículo, así de efectivo. El animal no muere al instante, pero su presencia desata una cadena de codicia, violencia y revelaciones que podría haber sido escrita por un Philip K. Dick en día de campo.
Al tocar el cuerno del unicornio, Ridley tiene visiones cósmicas, psicotrópicas, medio Lynch medio TikTok. Su acné desaparece, su mirada se agudiza, su cuerpo se limpia. Su padre también mejora de sus achaques. La magia es real. Pero como en toda película gringa de capitalismo tardío, lo mágico es susceptible de ser convertido en producto, en brebaje, en pastilla. Odell, al descubrir que el unicornio cura su cáncer, decide usarlo como fuente renovable de salud y billete. A partir de ahí, la película cambia de tono y se vuelve una cacería grotesca, una lucha por el control de un recurso vivo que, como la Tierra misma, se agota y se defiende.
La película podría parecer simple en su estructura de clases: ricos crueles versus pobres confundidos. Pero lo interesante, aunque fallido por momentos, es cómo Scharfman intenta complejizar la moralidad. Elliot (Rudd) no es un héroe, es un hombre extraviado entre su amor paternal y su sed de validación laboral. Ridley (Ortega) representa la única voz ética, pero a ratos su moralidad se siente impuesta por el guión, como si la película la usara para recordarnos lo que ya sabemos: ser bueno es mejor. Meh.

Hay un trabajo visual notable: el uso del blanco en la ropa de los Leopold, las batas de los científicos, los decorados quirúrgicos, crean una pureza plástica, una blancura que no es inocencia, sino ambición desinfectada. La violencia de los unicornios (esos padres enormes, justicieros, cabalgando con furia) desgarra esa blancura con una brutalidad casi sagrada. La secuencia de la cacería, con los ricos armados cayendo uno a uno, tiene ecos de La caza (Thomas Vinterberg) y The Hunt (Craig Zobel), pero con bestias mitológicas haciendo justicia ecológica, o incluso la reciente Mickey 17.
Pero donde Muerte de un Unicornio falla es en su propia voz. La película quiere ser muchas cosas: comedia adolescente, drama familiar, fábula sobre el medio ambiente, denuncia de las farmacéuticas, crónica de privilegios. En su afán de decirlo todo, termina siendo una película que subraya demasiado. No hay sutileza. Cada escena parece acompañada de un letrero neón: “La ambición mata”, “La inocencia salva”. El guion se enreda entre la explicación y la obviedad. Como quien da un sermón con marionetas sangrientas.
La relación entre padre e hija es el núcleo emocional, pero carece de carne. Jenna Ortega repite su personaje habitual: la adolescente sagaz, sensible, pero sin novedad. Paul Rudd, aunque carismático, parece estar en piloto automático. Donde realmente brilla el elenco es en los secundarios: Will Poulter como el hijo desquiciado de Odell, Teá Leoni como la madre altiva y cruel, y Anthony Carrigan como el mayordomo Griff, todos con un timing entre lo siniestro y lo hilarante que debería haberse aprovechado más.

Ahora bien, si uno se toma la molestia de ver más allá de lo literal, Muerte de un Unicornio tiene un valor simbólico interesante. La figura del unicornio, en el imaginario medieval, era codiciada por su cuerno, supuesto antídoto contra venenos. Era objeto de deseo, de captura, de tortura. Scharfman recupera ese mito, y lo traduce en una fábula donde la pureza es perseguida, violentada y usada como remedio. Lo que antes era sagrado, ahora es farmacopea.
Más allá de los efectos especiales y la sangre de unicornio que borra espinillas, Muerte de un Unicornio dialoga, a regañadientes, con una vieja pregunta: ¿qué hace el ser humano moderno con lo que no comprende? ¿Lo venera o lo explota? La película, con toda su ironía postmillennial, apunta a que incluso lo sagrado —la pureza, la infancia, la magia— no sobrevive a una visita al laboratorio corporativo. La figura del unicornio como antídoto, como objeto místico medieval que ahora se convierte en droga recreativa inhalada por juniors blancos, revela cómo el capitalismo no sólo destruye, sino que transforma la maravilla en mercancía. Hay algo muy triste —y muy cierto— en ver al símbolo de la inocencia convertido en polvo de línea fina, como si a la pureza sólo la pudiéramos consumir cuando ya está muerta.
Al final, la película cierra con un guiño amargo: los Kintner, aunque salvados por los unicornios, son arrestados por asesinato. La justicia humana, ciega y torpe, contrasta con la justicia mágica de las bestias. Hay una sensación de karma, de cuento contado por los vencidos. Los unicornios se van, pero su paso deja huella: la de una película que no es perfecta, pero que tiene más alma que muchas otras.
Porque en el fondo, Muerte de un Unicornio nos recuerda que la verdadera bestia no es la criatura del bosque, sino el deseo de poseerlo todo, incluso lo que debería permanecer sagrado.
¿A los Unicornios les dará dolor de caballo, o es dolor de unicornio?