Era un seis de agosto de 1928, los juegos olímpicos en Ámsterdam estaban próximos a concluir, Estados Unidos iba encabezando el medallero y los ojos de la nación norteamericana estaban atentos a la victoria de Elizabeth Robinson, la primera campeona olímpica de los 100 metros lisos. En medio de la euforia, nuestro vecino geográfico y el mundo entero pasó desapercibido el nacimiento de un hombre que para bien o para mal, marcaría la historia del arte moderno.

 

Andrew Warhola vio la luz por primera vez en aquel lejano 1928 y desde entonces desarrollaría un gran ingenio, así como su interés por la estética; también germinó, en secreto, el deseo por la fama. Tanto sus sueños como sus aspiraciones lo llevaron hasta Nueva York, el resto de la historia es conocida por todos. Hoy por hoy se le reconoce como uno de los principales impulsores del pop art, aunque su talento más que artístico, era mercadológico.

Su audacia le permitió crear una marca que, sin cambiar de nombre, tendría una fonética más estética, pero sobre todo comercial. Hagan el intento, pronuncien Warhola seguido por Warhol. Ahora repitan con cualquier tipo de acento, quizá británico, ¿no les parece que suena mejor? ¿Con más estilo? Su verdadero ingenio era así, tomaba cualquier cosa y la moldeaba para convertirlo en algo “vendible”.

 

Su discurso artístico se basaba en la idea del supuesto desprecio del artista hacia la cultura popular, los medios de comunicación, las banalidades y el consumismo americano. Paradójicamente -¿o debería decir hipócritamente?-, su estilo de vida no se caracterizó por prescindir de la superficialidad, me atrevería a decir que su ritmo no distaba del de la vida de Marilyn Monroe, ícono que retomaría en su obra como una crítica.

 

En su taller, mejor conocido como The Factory, múltiples clichés y estereotipos se repetirían fiesta tras fiesta con un grupo selecto de artistas, acaudalados e “intelectuales”. Un puñado de esnobs que alimentaban la fama uno del otro, en una fórmula donde el valor se medía a través de los nombres que figuraban en sus agendas. Andy Warhol se codeó con la gente correcta, lo que le permitió hacerse de un cierto renombre a partir de un par de latas e incluso  de un plátano.

 

El impacto que provocó en aquella época con su estilo, no redime la carencia creativa en su obra. Se podrá encontrar cierto encanto en la serigrafía de Elvis Presley, un poco de humor e ironía en la de Mao Tse-tung, pero luego vemos a Marylin Monroe, Jacqueline Kennedy, notas de periódico, flores, portadas de los discos de Miguel Bosé, Aretha Franklin, John Lennon, más y más de lo mismo.

Warhol también pecó de narcicista, sus autorretratos -por no decir selfies- lo mostraban siempre “en onda”, estético como un hombre interesante. Su vestir sencillo pero bien cuidado, su cabello peinado para hacer parecer que la naturaleza lo acomodó desenfadadamente; una personalidad mezcla de lo sofisticado con lo casual eran los recursos discretos pero bien empleados con los que llamaba la atención… en fin, todo un hipster de su época.

 

Cuando visité la exposición de Warhol en México en 2017 me inquietó el pensar qué habría pasado si el artista hubiera explotado la idea del manejo frívolo de los medios; nunca tendré la respuesta. Tampoco estoy segura si se trata de una cuestión de gustos o simplemente no entiendo su obra, de lo que sí tengo certeza es que Andy Warhol fue y será siempre el rockstar del arte plástico pues gozó de los reflectores y las comodidades que le dio su fama.