Una crónica íntima de la discapacidad

Gran parte de inmortalizar radica en un trabajo arduo de memoria y transformación. Hoy, 97 años después de la muerte de Franz Kafka, el icónico escritor praguense, de muerte prematura por tuberculosis, lo orilló a dejar una obra inconclusa y un deseo muy particular: le encargó a su amigo Max Brod que tras su muerte debía quemar toda su obra. No obstante, este texto es posible gracias a la desobediencia de su última voluntad.

Primero quise abordar este homenaje con las novelas de Kafka que han sido adaptadas al cine, no obstante, al releer La metamorfosis, supe que este texto sería más bien un diálogo de ésta con una situación particular de mi realidad.

Aun así, por mera recomendación mencionaré un par de adaptaciones de dos novelas del autor: El proceso y El castillo. Orson Welles adaptó la primera, y junto con Anthony Perkins dieron vida a un oficinista acusado y enjuiciado injustamente. Por otro lado, el director alemán Michael Haneke adaptó la segunda a un drama laberinto sobre un topógrafo confundido que llegó a un castillo sin razones aparentes. Ambas novelas inconclusas, tienen un punto en común sobre no explicar la causa o condena de sus protagonistas.

En su obra abordó consistentemente el trabajo burocrático y precarizado siempre desde una perspectiva de minoría, pues era un judío de habla alemana en Checoslovaquia.

Crónica de un pasado poco ausente

Considero que la inmortalización activa merece un diálogo constante con el presente y por qué no, con nuestras propias historias. Esta ocasión decidí acuerpar La metamorfosis desde mi experiencia, para intentar entender a la literatura como un ente de transformación, de reflejo, de compañía viva e incluso premonitorio.

Bien es sabido que Kafka aludía al mundo de la burocracia pues él era un abogado que trabajaba en una empresa de seguros, por lo tanto, el agobio de la rutina, de la productividad, de una vida dedicada al servicio y cuidados del otro, suele generar un sutil (o evidente) descuido propio, y, aun así, ante esta inercia que puede parecer tan segura, se puede perder para siempre la independencia.

Gregorio Samsa, el protagonista de la historia en cuestión, un día despierta con un cuerpo ajeno, un cuerpo que a la vista de las personas es considerado repugnante, indigno de entendimiento, la percepción de los de afuera es escandalosa, lastimosa, y aunque las palabras de éste se tornaron meramente a sonidos, su conciencia y percepción seguían intactas.

Paralela a Samsa, la realidad laboral de mi madre era abusiva y excesiva. Diez horas continuas de trabajo – más dos de trayectos-, en un banco “humanista”, la llevaron al límite ante una falsa ilusión de incentivos monetarios, imposibles por una carga brutal de trabajo y papeleo. 

El primer infarto de Paty, mi mamá, se manifestó ante la falta de concordancia fonética que distingue al idioma, pues su fisiología invadida por un coágulo en el cerebro le impidió continuar con lucidez su rutina tan específica de años. Aquella vez, su cordura volvió un par de horas después, en una silla de metal fría, alado de personas agonizantes, sin acceso siquiera a una camilla.

En la cotidianidad, las personas con discapacidad son relegadas de la vida pública, diseñada para personas neurotípicas y erguidas, por lo que estas personas “distintas” son orilladas a permanecer en una habitación húmeda y oscura, como la de Gregorio, para evitar molestias en las vías rápidas, productivas. 

Cuando una persona (Gregorio y Paty) deja de ser sostén y se quiebra, pero aún tiene la suficiente cordura de percibir la realidad recién fragmentada, comienza una etapa de reclusión propia, de pensarse como una carga o un estorbo que pertenece a una habitación aparte con puerta cerrada. Y aunque las ganas de ayuda recíproca aún tengan ánimos de avance… ¿Quién, en aquella familia cansada, deshecha por el trabajo, hubiera podido dedicar a Gregorio algún tiempo más que el estrictamente necesario?

El segundo infarto le ocurrió apenas cinco meses después, ante una negligencia médica, casi de la misma manera, pero la variante fue un desvanecimiento de la mitad del cuerpo que le impidió seguir de pie. Paty recuperó la cordura pocas horas después, ya no en una silla fría, sino en una camilla fría, las palabras aún eran suyas. Similar al cuarto de Gregorio previo a vaciarse, cuando el espacio aún le pertenecía y su arraigo latente seguía colgado en la pared.

Finalmente, recordar la manzana incrustada que nadie quitó del caparazón de Gregorio como una indiferencia causada por la violencia normalizada, dialoga con el último infarto de mi mamá, pues una serie de violencias institucionales tan difusas y difíciles de nombrar, acabaron finalmente en un tercer infarto y con la poca independencia que le quedaba: sus pasos y su voz.

“Cierto es que todo el cuerpo le dolía; pero le parecía como si estos dolores se fuesen debilitando más y más, y pensaba que, por último, acabarían. Apenas si notaba ya la manzana podrida que tenía en la espalda, y la inflamación, revestida de blanco por el polvo. Pensaba con emoción y cariño en los suyos. Se hallaba, tal vez, aún más firmemente convencido que su hermana de que tenía que desaparecer.”

¿Cómo averiguar las necesidades de alguien que no puede comunicarse? ¿En que momento comienza la deshumanización? Nadie nos prepara para esto porque nadie lo nombra, la vergüenza de una fisiología o fisionomía distinta nos orilla a una percepción kafkiana sobre un bicho al que solo le queda esperar la muerte ante una nueva condición que nadie quiso entender. El reto de interpretación de un lenguaje primitivo y carente de palabras sigue latente.

La poeta mexicana Zel Cabrera en el artículo El nombre exacto, sugiere la importancia de nombrar con las palabras exactas aquello que llamamos discapacidad o sus variantes condescendientes, pues es necesario comenzar a plantearse las necesidades colectivas de un cuerpo neurodivergente y/o enfermo, que vayan más allá de rampas o elevadores. Con mucho amor, hoy nombro la hemiparesia derecha y afasia que un día tuvo Paty, pues ella no pudo hacerlo y curiosamente ella me presentó por primera vez el relato en cuestión.

Este peculiar homenaje compartido, es igual un homenaje a la enfermedad, a la ficción, a la atemporalidad y al diálogo de la literatura con la vida cotidiana, pues en palabras de Kafka, recordamos que: la literatura siempre es una expedición a la verdad.