Máximo Francisco Repilado Muñoz no fue el más carismático de los músicos, no murió a los 27 años por una sobredosis, no decapitaba murciélagos con la boca, ni destruía hoteles en míticas juergas. Para Compay Segundo -mejor conocido así-, la música siempre fue un oficio, nunca una vanidad.

Al cubano lo conocí -como prácticamente el mundo entero-, a través de Buena Vista Social Club, un grupo de leyendas del son cubano que posteriormente inspiraron el documental homónimo del cineasta alemán Wim Wenders. A partir de su exposición mundial, nació el mito de un viejo oriundo de Siboney, un juglar caribeño que llevó la música del pequeño país a lugares inimaginables -al mismísimo Vaticano, por dar un ejemplo-.

En su Habana querida -la Habana de los pobres- la música no entretiene, ayuda a sobrevivir. Compay Segundo entendió esa labor a la perfección e hizo del son un refugio, del bolero una razón y del zapateo una fórmula para ser feliz.

Su pasión por la música excedió su oficio y lo convirtió en viajero, embajador e inclusive en inventor -creó el armónico, una guitarra de siete cuerdas y la nota “sol” duplicada-. Sus canciones más famosas como ‘Chan Chan’, ‘Guantanamera’ o ‘La Negra Tomasa’, se convirtieron en himnos de la isla, en cotidianos pasajes sonoros que acompañan las comidas con ropa vieja, las tertulias con ron y las tardes de dominó.

Compay Segundo representa la Cuba más profunda, aquella que está libre del turismo salvaje, de las camisetas del Ché Guevara, de la mercadotecnia de sus héroes revolucionarios y del yugo de sus dictadores -capitalistas y socialistas por igual-. Compay Segundo es reflejo de una Cuba enamorada de su música, de sus tradiciones y de su eterna vejez.

Máximo Francisco Repilado Muñoz nunca fue un fanático de las alturas: “Mi apartamento está en un piso 16 y eso no me gusta: yo no soy paloma para estar en un palomar, me gusta la tierra”. Cuando la muerte lo obligó a emprender el vuelo un 14 de julio de 2003, Compay Segundo tenía 96 años de edad. Seguramente está en el otro cielo de la música, lejos de  Hendrix, de Lennon o de Cobain; sentado en su mecedora, con un puro en la mano derecha, una cuba libre en la izquierda y la sonrisa, intacta.