Por: Morgan Ch.

El cine de terror mexicano se encuentra en uno de sus peores momentos y no se debe a la falta de talento, como en su momento lo demostró Somos lo que hay (Michel Grau, 2010) ópera prima de un egresado del Centro de Capacitación Cinematográfica, cuya historia sobre una familia de caníbales cautivó a públicos nacionales y extranjeros; incluso compraron los derechos para realizar diferentes versiones en otros idiomas. 

El talento nunca fue nuestro problema, en algunos casos tampoco lo es la producción; Kilometro 31 (Rigoberto Castañeda, 2006) es un excelente ejemplo ya que contó con un  presupuesto estimado de $40 millones de pesos, recaudando la nada despreciable cantidad de $17 millones, solamente en su primer semana en 228 taquillas mexicanas.

Somos lo que hay 

Sin importar la relevancia taquillera, el cine de terror continúa siendo relegado, tocando fibras susceptibles hasta llegar a lo incómodo, siempre evocando una sonrisa con tintes de burla para algo que nunca se logró dominar, explorar e incluso comprender. Cargamos prejuicios sin fundamentos y olvidamos la fabulosa trilogía gótica de Taboada – Hasta el viento tiene miedo, Más negro que la noche y Veneno para las hadas-; cuando se  habla de cine mexicano de terror pensamos en Vacaciones del terror (René Cardona Jr, 1989) o incluso en Cañitas (Julio César Estrada, 2007).

Existe una relación de comedia-miedo cuando pensamos en ellas, lo cual es curioso porque a diferencia de otras producciones como las de Estados Unidos o las Asia que sí juegan con la idea del humor negro, esta característica del cine nacional carga con cierta condena por parte de los sectores intelectuales y por el público en general: “esperamos más de él”. Tal vez este es el punto importante de esta crítica, reivindicar o al menos reflexionar a profundidad, en torno al género. 

Estamos en una época donde se producen más películas pero que nunca convencen al público, ni cuentan con rasgos que den identidad para pensarla como nacional. Siempre nos preocupa más lograr grandes cantidades de dinero que conectar con los espectadores, de esta encrucijada surge la pregunta ¿Qué temática debería tener el cine de terror mexicano?

Hasta el viento tiene miedo

Sabemos hasta el cansancio que el género de terror en Estados Unidos nos presenta una y otra vez al grupo de adolescentes promiscuos que sufren las atrocidades provocadas por un enemigo irreconocible que los persigue a lo largo de la noche sin terminar la faena. Por otro lado, el cine asiático se identifica por su clara representación de su “onryo” fantasma femenino, de piel blanca, cabello largo negro y mirada penetrante hacia su presa. 

En México,  contamos con varios intentos fallidos por representar estas dos realidades como una propia para nuestra cultura y tradición; el resultado cae en lo risible y justifica la mala recepción por parte de la audiencia; no es un secreto para nadie que Disney logró retratar la tradición del Día de Muertos de forma justa y que el estreno de The Curse of La Llorona (Michael Chaves, 2019) se convirtió en el peor de los descaros. ¿Estamos condenados a esperar a que otro país llegue y nos cuente cómo es nuestra cultura?

Es persistente el intento de adaptar otras miradas cuando la propia es la más adecuada, basta con regresar un poco y recordar capítulos del clásico La hora marcada (Carmen Armendáriz, 1988-1990) o grandes historias como 100 gritos de terror (Ramón Obón, 1965). Las tradiciones en México y su camino poco delimitado entre la vida y la muerte nos da el material necesario para convertirnos en uno de los mayores representantes de este género. 

Ringu

Las leyendas van desde, “La casa de la tía toña”, una señora adinerada que brinda su casa como alberge para niños de la calle y secretamente los usa de esclavos o los mata y tira sus cuerpos en medio del bosque;  “La isla de las muñecas”, sobre una niña que muere ahogada en el lago de Xochimilco y su alma en pena regresa en las noches, el velador angustiado por su presencia descubre que las muñecas la calman; hasta “El hospital psiquiátrico la Castañeda”, lugar testigo de múltiples atrocidades a enfermos mentales, demolido para dar lugar a una unidad habitacional en Mixcoac, dicen que durante la noche todavía se puede escuchar a los pacientes. Existen miles de historias y leyendas tan solo en la Ciudad de México, prácticamente no hay una colonia que no cuente con su propia historia de terror y algunas de ellas datan de varias generaciones atrás.

Países como España y Argentina han levantado la mano para lograr una presencia significativa dentro de este género, Verónica (Paco Plaza, 2017) y Aterrados (Demián Rugna, 2018) fueron éxitos mundiales gracias a la distribución en plataformas digitales. Incluso Cuba dio de qué hablar con Juan de los muertos (Alejandro Brugués, 2012). Todas tienen un punto en común: que cuentan con identidad propia, no intentan parecerse a nadie y no pretenden complacer a nadie.

El problema no está en escribir las historias, se debe dar tiempo en su estructura y narrativa, en el país hay producciones que se piensan, escriben, graban y reproducen en un año, el error no cae en los directores o escritores, recae en los productores y la gente que otorga los fondos  que cuentan con un malinchismo insensato que no permite ver más allá.

Podríamos cargar la culpa como espectador por no pelear por productos nacionales de mayor calidad, por no respaldarlos y que se vean reflejados en la taquilla, pero cuando leemos la recaudaciones de No manches Frida 2 (Nacho G. Velilla, 2018) que oscila cerca de los $99 millones de pesos tan solo en su primer semana de proyección, queda claro que el interés del público por el producto nacional existe, el talento y los fondos son una realidad, pero el objetivo final nunca se logra: hacer buen cine de terror nacional.

Juan de los muertos