Cuando pienso en pintura, suelo pensar en obras, pocas veces me detengo en los grandes nombres que han marcado la historia de este arte. Sin embargo, debo confesar que fue Van Gogh  quien me permitió acercarme con interés genuino a los lienzos más famosos .

Desde la primera vez que vi Starry Night pude sentir melancolía y los remolinos quedaron grabados en mi mente. Busqué el nombre del cuadro para nunca olvidarlo. Probablemente fue mi fascinación por el cielo nocturno el que me hizo observar detenidamente el cuadro para encontrar movimiento, historias e incluso el infinito.

Con esa misma imagen cargada de sentimientos inicia y concluye Loving Vincent, explicarles la emoción que me provocó está demás. Con un guión inteligente Dorota Kobiela, Hugh Welchman y Jacek Dehnel narran los últimos días de Van Gogh a través de la travesía de Armand Roulin quien tiene la tarea de entregar la última carta escrita por el pintor.

El trabajo de cien artistas quienes dieron vida al largometraje nos habla, de entrada, de un exhaustivo esfuerzo de producción que no escatimó en nada para lograr la perfección. Y es que si Pablo Larraín logró hacer de una cinta un poema para Neruda, y Pixar transformó Coco en una carta de amor para México; Kobiela y Welchman hicieron de Loving Vincent un prodigioso lienzo de 95 minutos.

Incluso las actuaciones fueron minuciosamente cuidadas, nada podía fallar en tan solemne homenaje al padre del arte moderno. Desde Douglas Booth hasta el reconocido Jerome Flynn, todos cumpliendo las expectativas. El cúmulo de talento enlistado no podía exigir lo menos en cuestión sonora. A cargo de la música el inglés Clint Mansell fue la otra estrella que iluminó el cielo de esta película.

Loving Vincent no solo es un homenaje, una oda a la obra y vida de Van Gogh, es por sí misma una pieza de arte que merece ser admirada tranquila y detenidamente. Merece un suspiro de esos que esconden reflexión y sobretodo merece un lugar en nuestros corazones..