En un contexto donde la tendencia apunta hacia las temáticas tecnológicas, nos perdemos en un sinfín de utopías y distopías sobre el camino que las relaciones interpersonales han tomado gracias al uso sistemático, competitivo, ambicioso, pero sobre todo banal.

El tema en boga en series, películas e incluso en teatros hace cada vez más difícil encontrar una propuesta que nos deje boquiabiertos como lo hicieran Inception, Her, Exmachina o aquellos primeros capítulos de Black Mirror; ya mejor ni comparar con lo que lograron Metrópolis, 2001: Una odisea del espacio, Blade Runner o La Guerra de los Mundos en sus respectivas épocas.

Con un giro en la forma, mas no de fondo llega Privacidad. La obra de teatro no comienza situando al espectador en un mundo lejano donde la tecnología, aunque similar a la actual,  ha evolucionado a niveles “sorprendentes”. No, la historia de James Graham y Josie Rourke agarra al público en su lado vulnerable: las decepciones amorosas, la idealización de una pareja y la imposibilidad de comunicarnos con acertividad.

Nuestra cotidianeidad es el motor con la que Privacidad lleva su crítica hasta las butacas para emprender un camino de reflexión sobre cómo usamos -y controlamos- todas esas pantallas y redes sociales que inundan nuestro día a día. A través de la historia de un joven escritor (alternando Diego Luna y Luis Gerardo Méndez) atrapado en la dualidad odio-amor por el internet y por las relaciones sociales, encontramos empatía por una historia de desamor.

La trama es incómoda para muchos; para aquellos que se identifican con un personaje a quien la palabra compromiso le genera urticaria aún cuando no tiene claro su significado. Otros, por su lado, se ven reflejados en la inseguridad que se esconde tras un perfil de buenas selfies y muchos “likes”. Algunos más reconocen ese impulso automático por mentir como evasión al conflicto, como una tangente ante cualquier responsabilidad.

Pero el verdadero gancho al hígado llega para aquellos que no pertenecen a la generación millenial y que por ello sienten tener la capacidad moral de criticar a todos los jóvenes internautas olvidando que, sin importar la edad, ellos también son víctimas del mundo digital; de su ilusoria popularidad, de la curiosidad disfrazada de obsesión, de su inherente adicción. Bajo sus propias narices, Privacidad les demuestra que chicos y grandes estamos construyendo historias que no están tan alejadas de las ficciones que se recrean en la pantalla grande -también en la chica- e incluso en el escenario del Teatro de los Insurgentes.

La obra nos proveé de todo lo necesario para caer en la trampa sin darnos cuenta: nos permite hacer uso del celular durante la función, pone a nuestra disposición una red wifi, nos incita a compartir en tiempo real una foto o selfie para que nuestros seguidores “mueran de envidia” ante nuestra experiencia, se rompe la cuarta pared para que el público pueda subir al escenario a lado del protagonista; no importa si es Luna o Méndez, nadie desprecia la posibilidad de cinco minutos de fama y menos cuando hay fotos para atestiguar el momento y que pasarán a la eternidad digital.

De pronto, la historia se gira y nos golpea, ¿qué tanto valoramos nuestra privacidad? ¿Conocemos los límites del internet? ¿Diferenciamos las redes sociales de nuestra interacción social? ¿Estamos construyendo redes virtuales y olvidando cómo hacerlo en la llamada vida real? ¿Es una historia de amor, de tecnología? ¿Es una lección, una reflexión, una prueba?

Cada uno tendrá sus respuestas. Por mi parte, me quedo con una cuestión: ¿es mejor Diego Luna que Luis Gerardo Méndez? La respuesta es no, ninguno supera al otro, ambos hacen su mejor trabajo, su nombre como marca se esfuma. Nos olvidamos de Javi Noble y del ‘Charolastra’. En el escenario sólo vemos un hombre desesperado a quien nos da ganas decir que toda va a estar bien, que todos hemos pasado por eso; quizá hasta de abrir nuestro ‘face’ y enseñarle alguna foto de aquel patán o aquella desalmada que nos hizo sentir igual de mal.

Ambos hacen tan bien su trabajo, que vale la pena ver la obra con cualquiera de los, al final la obra no se trata de una ‘estrella’; se trata de perder la privacidad con ellos en el teatro.