Decían que Ibargüengoitia no era hilarante. Si él no lo era, no cabe duda de que sus obras sí. Era un hombre guanajuatense con unas ojeras bien marcadas; herencia de su padre —a quien ni siquiera recordaba pues murió cuando él tenía ocho meses de nacido—, un hombre que, de joven, se disponía a convertirse en ingeniero por recomendación, casi obligación, familiar; pero cuya visión y deseos se vieron transformados cuando se cruzó con lo breve, pero a veces convincente que son las palabras en acción. Pudo presenciar una puesta en escena de la obra «Rosalba y los llaveros» de Emilio Carballido y así, a dos años de terminar su carrera, decidió decantarse por la escritura. 

Norberto Carrasco Ilustración – Jorge Ibargüengoitia

Aun cuando varios integrantes de su familia se sintieron decepcionados por esta elección, muchos lectores del siglo pasado y del presente se han acercado a los textos de este autor y lo han calificado como uno de los más divertidos y agudos de las letras mexicanas. «Trivializaba lo grande y al mismo tiempo redimensionaba lo trivial» es como lo describía, hace un par de años, la escritora Julia Santibáñez en una entrevista para El País. Jorge tomaba a los «héroes» —esos que nos han enseñado desde pequeños a ver en una gran pintura o en un suntuoso monumento— y desechaba sus mitos; dibujándolos con sus verdades, sus debilidades, sus incoherencias y también sus excesos; los hacía humanos. 

En Maten al león, por ejemplo, narró la historia de un grupo de oposición en contra de Belanzaurán, un hombre que había estado en el mando por muchos años y no pensaba perder su posición. Es la historia de una dictadura en la isla ficticia de Arepa, pero que refleja todos los síntomas y vicios de una sociedad que transita bajo un régimen autoritario; podría ser México, Chile, Argentina o algún otro territorio latinoamericano que se ha enfrentado a la ambición de un solo hombre. Sin embargo, más allá de lo trágico que esto podría sonar, el «efecto Ibargüengoitia» es precisamente el de hacerte sonreír —a veces hasta carcajearte— al mismo tiempo que un sentimiento de indignación se desliza entre tus dientes: es lo absurdo del poder. 

Además de esta mezcla de crítica, reflexión y comedia que el guanajuatense alcanzó en su estilo, logró conectar varias de sus novelas, pues le otorgó nombres literarios a ciertos lugares y personajes de México que aparecerían más de una vez en sus historias. Prueba de esto, en Los Pasos de López —novela que atestigua el camino que muchas de las figuras clave en la Independencia de México siguieron para ejecutar los deseos de esa mítica conspiración— describe un lugar llamado Cuévano. Por otra parte, en Dos Crímenes —la travesía de una pareja que huye de su actual residencia para estar a salvo de la policía, que los busca por su clandestina militancia política— uno de los personajes viaja precisamente a este lugar para encontrarse con su vieja familia y cuestionar su identidad. Cuévano no es más que su lugar de origen: Guanajuato. 

Su prosa es definitivamente el género por el que más se le conoce, pero las raíces de su trabajo también incluyen diversas obras de teatro. Aunque ya escribía desde joven, fue el dramaturgo Rodolfo Usigli quien lo guio dentro de sus clases y a quien, el mismo Ibargüengoitia agradecería por su enseñanza, a pesar de que tuvieron algunos conflictos. El Atentado es una de sus obras más famosas y la cual definió su estilo de sátira y especie de farsa documental que mantendría hasta su muerte en 1983, producto de un accidente aéreo proveniente de Madrid: un vuelo donde murieron 181 personas entre las que se encontraban la crítica Marta Traba y el novelista Manuel Scorza, quienes asistirían a un congreso de escritores en Caracas. 

Jorge Ibargüengoitia fue de los primeros que se atrevió a retratar la historia mexicana de esta forma tan particular y a presentar una crítica de la moral social; ganó el Premio Casa de las Américas por Los relámpagos de agosto; pudo estudiar en Nueva York becado por la fundación Rockefeller; renunció a la Revista Universidad de México por diferencias con sus integrantes y tuvo roces con Carlos Monsiváis. Jorge no pudo llegar jamás a ese congreso venezolano, pero la sensación tan simpática como vergonzosa que su obra produce ha llegado —y seguramente seguirá llegando— a múltiples lugares y a miles de personas que quieran ver a esos falsos ídolos como lo son: humanos que ríen, comen y también defecan.