Panza de burro: hemos vivido lo suficiente para contarlo
El punto medio entre la infancia y la pubertad es casi como una sacudida abrupta dentro de una bolsa de plástico, no puedes salir, no sabes cómo llegaste ahí, no sabes lo que pasa. Llega la menstruación, los vellos, olores distintos en el cuerpo, crecimientos de todo tipo, y aquello que no podemos ver pero qué sentimos dentro, una bolsa subcutánea llena de sudor y dudas.
Panza de burro (2020), nos adhiere a los recovecos y particularidades de Tenerife en Islas Canarias a través de la oralidad distintiva entre sus páginas, que nos acomoda al ras de la narradora, quien está a unos pasos de abordar la pubertad de lado de su mejor amiga Isora.
La relación entre las amigas no es del nada fácil o apacible, ni le adorna alguna pulcritud infantil. La narradora ama profundamente a Isora, su mejor amiga, quien tiene una personalidad muy opuesta a la de ella. Isora es muy echada palante, muy sin miedo, diría su amiga. Hay algo en Isora que la hipnotiza y le hace sentir un amor casi angustiante. Hacen muchas cosas juntas, como las amigas que son, incluso besarse, se dan “besos de novios” y también escriben en una libreta las canciones del grupo Aventura.
En el pueblo donde viven, lleno de calles empinadas, muy en lo alto de Tenerife, las nubes son tan bajas que casi se pueden tocar. Es verano, salen juntas a diario y cuando es hora de regresar a casa, hacen un recorrido eterno, casi para no llegar, casi para no irse. Me parece una forma brillante la forma en la que Andrea Abreu, la escritora, logra uno de los gestos más tiernos y profundos que he leído en mis años de vida: cuando llegan a casa de alguna, se convencen entre sí para que la otra la acompañe aunque sea un poco de regreso, y así sucesivamente, las chiquillas se ven inmersas en una dilatación temporal para no despedirse, para que el camino sea tan habitable como cualquier otra situación juntas.
La escritora hace un trabajo casi microscópico para hilar con palabras la textura, los colores, sabores y olores del lugar. Además, las palabras masticadas que salen de la boca para rebotar al papel, resultan un vehículo para acercarnos a un lenguaje vivo, libre de todo diccionario que no sea dictado por la experiencia.
Shit, acompáñame hasta cas Melva, por fa, que yo siempre te acompaño, le dice Isora a su amiga. La amiga otro día le dirá Shit, acompáñame aunque sea hasta cas homosecsuales, acompáñame, chacho, que yo siempre te acompaño. Su eterno caminar jamás dejará de conmoverme al pensar en los métodos que inventamos para diluir el tiempo, para deformar el reloj y crear uno nuevo, uno que se adapte a nuestras necesidades, a nuestros afectos. A nuestra evasión para decir adiós.
Es cierto que las chicas tienen personalidades muy contrariadas, que casi se siente que el hilito que las une se hace cada vez más delgado con los intereses de cada una, y en cada despedida el hilito lucha por renovarse, por permanecer más rato.
Andrea Abreu ha contado en varias entrevistas que le interesa retratar la riqueza verbal de su lugar de origen. Menciona que todes llevamos un racismo/clasismo internalizado y que es común que muchas personas de las provincias, universalicen su forma de escribir si es que quieren profesionalizar el oficio. Andrea le apostó a crear un registro desde la perspectiva y lenguaje de dos niñas tan contrastadas y sin querer, resultó un espejo internacional para muchas quienes creímos que no habíamos vivido lo suficiente a los 11 años digno de ser contado. A los 11 años hemos vivido lo suficiente. Nuestra experiencia se nutre desde que nuestra memoria tiene la capacidad de autosustentarse, de forma palpable o no.
Leer Panza de burro es una experiencia sensorial, es fuerte además enfrentarnos a situaciones orgánicas de la sexualidad de dos chiquillas, de las crueldades que a conciencia pueden cometer, de los nuevos dolores ubicados en lugares nunca antes percibidos; una forma muy sutil de narrar un crecimiento inevitable, casi como un brote que ya no cabe más bajo tierra.
La peculiaridad y la honestidad de la novela, a mi parecer, es lo que la ha vuelto un best seller poco convencional. La representación de la pubertad es muy poca, sobre todo desde ese punto de vista, desde ese regreso palpable a una etapa de uno de los cambios más abruptos de nuestra vida y que nos empeñamos, muchas veces, en olvidar.
Con apenas 25 años Andrea empezó a escribir la novela, ahora con 28, ha sido traducida a 18 idiomas en 25 editoriales distintas. Y como diría en la portada de la edición mexicana Un libro que se come como pan caliente, les recomiendo que vayan por la suya, porque se acaban.