A Antón Chéjov se le conoce un montón en el mundo del teatro. Casi podríamos decir que su nombre es un cliché en las conversaciones sobre dramaturgia. Se recurre a él para hablar de realismo psicológico, de descripciones exquisitas y de personajes que parecen pasivos. Su nombre se mezcla con los de otras figuras rusas paradigmáticas como Tolstoi y Stanislavski. Sabemos que fue doctor de profesión y tuvo a la escritura como su fiel lazarillo durante poco más de cuatro décadas de vida. Un 15 de julio de 1904 pronunció Ich sterbe; las palabras alemanas para «Me muero».

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Su lirismo no descansaba ni aun cuando el final se postraba inminente. Según cuenta Irène Némirovsky en la biografía que escribió sobre el escritor ruso; cuando su esposa intentó colocar hielos sobre su pecho para combatir la fiebre él, con un dramatismo digno de una ópera verdiana, la detuvo diciendo: «no se pone hielo en un corazón vacío». Y tal como Violetta en La Traviata o Margarita Gautier en la obra de Dumas hijo, su camino sucumbió ante la tuberculosis, enfermedad considerada incurable en esa época. 

Las Tres Hermanas | Foto: Richard Davenport

«¡Quién sabe!… ¿Qué significa eso de “acabar muriéndose”?… ¡Quizá el hombre tiene cien sentidos, y con la muerte solo perecen los cinco que nos son conocidos, mientras los restantes noventa y cinco continúan vivos!»

El Jardín de los Cerezos de A. Chejov

No es necesario escarbar muy profundo para encontrar tributos o referencias a sus obras; para encontrar hermanas, gaviotas y perritos. La tisis terminó con su quehacer artístico, pero no con la herencia de un escritor que nació en la pobreza y retrató en sus ficciones no el destello que a veces despiertan los personajes de «grandes» hazañas, sino las pieles manchadas y los pies arrastrándose de una sociedad avasallada por un régimen despótico que sufriría pronto espasmos; síntomas de una revolución naciente. La obra chejoviana no fue solo la puerta a nuevos caminos dramatúrgicos, sino también siguió la ruta del hartazgo de un pueblo entero. 

La Gaviota es la obra en cuya primera capa vemos la confrontación entre la tradición y la experimentación de nuevas formas —planteamiento que dibuja también las ideas del autor y los precedentes que legó al teatro moderno—, pero que también abarca otra serie de cuestiones existenciales. Pareciera que no sucede mucho durante los cuatro actos de esta obra. Pareciera que sus personajes no tienen el suficiente brillo, pero sienten, se pelean, se ven derrotados y —casi todos— deciden aún continuar con la más contradictoria tarea humana: vivir. Así lo planteaba genialmente Talia Yael y los jóvenes de Eutheria Teatro en una de esas obras que agradezco haber tatuado en mi memoria. 

La Gaviota. Londres | Foto: Johan Persson

«¿Qué necesitamos hacer para ser alguien? ¿Acaso no hacemos ya suficiente con vivir? La nieve nos invita a entretenernos en minucias porque la vida en su crudeza es demasiado para solo pensar en ella.»

Vine a Rusia porque me dijeron que acá vivía un tal Antón Chéjov de T. Yael

Después del éxito de esta obra, el Jardín de los Cerezos, Las Tres Hermanas y Tío Vania formaron parte del repertorio que se representaría un gran número de veces en el Teatro de Moscú y después en todo el mundo. Sin embargo, Antón Chéjov era también un genio de la brevedad pues en sus cuentos fue capaz de extraer la novedad en lo conocido; de pintar el paisaje de lo inolvidable sobre un lienzo de cotidianeidad. Sus letras son así. Dos páginas o cuatro actos pueden no ser longitudes tan distintas cuando tus personajes tienen una pregunta que hacer; una duda que resonaba y aún en el presente sigue timbrando: la irresoluble cuestión de la existencia humana. 

Vine a Rusia Porque Me Dijeron Que Acá Vivía un Tal Antón Chéjov – Eutheria Teatro