No se puede entender la iconoclasia sin censura e imagen. ¿Quién no ha roto, o profanado fotos en donde sale alguien por quien ahora sentimos aversión o algún sentimiento negativo? Las imágenes, tanto en nuestra historia personal como a escala pública de representación colectiva, albergan subjetividades, afectos y la encarnación de algo. 

La censura, en primer lugar, pretende el control de la información desde aparatos de poder, en el caso más concreto y reciente de México, por parte del Estado. La censura le teme al cuerpo emancipado y a la imagen autogestiva. Las bardas que colocan alrededor de monumentos, imágenes o recintos durante las marchas sociales, denotan un tipo de censura y de idea de sacralidad de los mismos, cuya alteración supondría una profanación de su significado. 

David Freedberg, quien ha estudiado alrededor de la iconoclasia, nos recuerda que “la destrucción de símbolos de autoridad se debe a la realidad encarnada de quienes se piensan residían en éstos”. Vayamos al caso particular de la Okupa de la CNDH el 7 de septiembre de 2020. En primer lugar, el recinto tendría que encarnar una protección de los derechos humanos de todas las personas del territorio mexicano, sin embargo, como esto dista de ser realidad, sobran motivos para atacar esta imagen, esta ilusión de protección. El día de la okupa se profanaron además imágenes de líderes revolucionarios como Francisco I. Madero: la revolución que algún día libró esa persona no sigue vigente, la violencia que hoy por hoy azota a un país atravesado por feminicidios, desapariciones, corrupción, hace que la rabia colectiva no se sienta representada por iconos que alguna vez fueron estandarte de algún tipo de libertad.  

Por otro lado, la iconoclasia también tiene que ver con la sátira y otros tipos de representación. Tal es el caso que causó la indignación de muchas personas —en su mayoría homofóbicas—, cuando el pintor Fabián Cháirez creó una pieza de Emiliano Zapata para el Palacio de Bellas Artes, alrededor de un concepto que dejaba fuera cualquier tipo de emulación a una masculinidad hegemónica y daba a entender una disidencia sexual explícita en el cuerpo de otro líder revolucionario que no ha dejado de ser referente desde varios frentes, como el ser estandarte de uno de los movimientos sociales contemporáneos más importantes: el zapatismo, así como su constante aparición en mitos, leyendas y como consigna en la lucha por el territorio. 

Hay imágenes que devienen en indiferencia y otras que se presumen dignas de representación/ reinterpretación continua y constante. 

Algo importante que sucede con las personas cuando atestiguan la destrucción de símbolos públicos, es que entran en un estado de shock que hace conexión con el sentido de empatía de los objetos observados y aquí reside la efectividad de la iconoclasia: “los espectadores perciben que dichos ataques no solo se aplican en los cuerpos que ven sino en los suyos propios”, dice Freedberg.

Sabemos que el Estado, quien nos debe protección y a cambio nos ofrece impunidad, hace que los símbolos de su representación sean blancos perfectos a destruir o profanar, es un llamado al cuerpo colectivo que se ve interpelado con las mutilaciones al espacio público, que no son más que un reflejo de la información que a todas horas se pretende censurar o debilitar, que no son más que una encarnación de la vulnerabilidad de nuestros cuerpos ante distintas estructuras de violencia. 

Ejemplos como la Antimonumenta y la Glorieta de las mujeres que luchan, nos recuerdan que el espacio público responde a las demandas de su época, que quienes lo habitan y lo caminan tienen el derecho a demandar a través de la sustitución y cambio de imágenes, un cambio radical. Que se logre o no, ya es otro tema, pero mientras tanto, la digna rabia quedará materializada, y la incomodidad, en el mejor de los casos, atravesará el cuerpo de los observadores. 

La demolición del templo de Diana de Éfeso a manos de Eróstrato, se considera un delito de incendio, una premonición y las posibilidades de los efectos físicos que venían con la destrucción de una de las siete maravillas del mundo. Las imágenes nos construyen, develan subjetividades, esconden otras tantas, pero la devoción y odio hacia ellas son parte de una misma moneda porque en el fondo sabemos su poder de significación en nuestra cosmogonía. No habrá respeto a imágenes que no representen más lo que alguna vez prometieron, no habrá respeto a la propiedad del Estado mientras no haya respeto a la vida.