Desde niño veía al tío Saúl sonriente. En todas las cenas de navidad llegaba  con su gorro de Santa Claus, abrazaba a toda la familia y repartía los  presentes con el talante de un hombre que vive para los demás. Siempre fue  el familiar favorito de los hermanos, primos, y es posible que hasta mis  padres lo reconocieran como el más afable de todos.  

En varias reuniones mientras comíamos le preguntaba por qué él no tenía  hijos, a lo que respondía con una risita y la célebre frase 

– No estoy listo para eso. 

Ansiaba tener un primo de parte del tío Saúl, hubiera sido un niño  encomiable porque le brindaría una educación altísima y se convertiría en  una persona de las que hacen falta en este planeta. Pero nunca sucedió, cada  vez se hacía más viejo y aunque el dinero le llegaba a raudales, jamás se  animó a criar una niña o un niño. 

En parte nos agradaba, porque a veces observaba el rostro de preocupación  de mis otros tíos cuando un primo enfermaba o atravesaba un momento  complicado. Pero el tío Saúl no perdía ese brillo ni aquella sonrisa, en  cambio, se ocupaba de ayudar a sus hermanos con todo el amor que llevaba  en su corazón. Además era una fábrica de regalos y mesadas, nadie de  nosotros se iba sin recibir un billete del “dadivoso” como lo llamaban mis  padres. 

Crecí y me fui dando cuenta de algo notable: mi tío no estaba casado.  Cuando comenzaron a interesarme las mujeres, no dudé en preguntarle por  qué nunca tuvo una esposa. El tío Saúl parecía contestador automático  puesto que respondía siempre que no estaba listo, pero esta vez añadió con  su risita que ya estaba muy viejo para eso. 

Fue un par de veces cuando vi a mi tío Saúl sin sonreír, debo admitir que fue  un lapso sombrío para toda la familia, la imagen se quedó como un arte  siniestro que se estampa en el cerebro y nunca escaparía. Todos nos  sorprendimos porque de la nada, en una carne asada, juntó en privado a mis  padres y otros tíos y mencionó algo que los impactó al punto de dejar  pálidos a unos, molestos a otros, pero no pude escuchar.

Quise indagar con mis padres y ellos guardaron silencio, decidí consultar  directamente con mi tío que ahora cargaba un semblante profundamente  decepcionado. 

– Siempre has sido el más astuto de todos mis sobrinos. 

Resopló y después soltó la fuerte confesión: 

– Soy una persona solitaria que no quiere ser una carga y sé hasta donde  decir basta, así que le comenté a mi familia que a la edad de 65 años  organizaré una reunión en la cual he decidido terminar con mi vida por la  vía de la eutanasia. Quiero que mi último día sea con ustedes y poder  despedirme como es debido”. 

Comprendí solo la mitad de lo que dijo, mi tío reflexionó un poco y  recuperó su sonrisa, aunque lucía forzada, como la de alguien que se resigna  ante una desventura. Aseguró que faltaba tiempo para eso y hoy había que  disfrutar el día, a partir de ahí no se volvió a tocar el tema. 

Pasaron los años y el tío Saúl seguía tan sonriente como radiante. A la edad  de 50 años pudo retirarse, habiendo adquirido un departamento y  haciéndose de un pequeño negocio de almohadas, tenía todo para vivir en  tranquilidad, después de todo su vida siempre consistió en complacerse a sí  mismo y después a nosotros. Fuimos partícipe de varias facetas: primero  trató de hacerse un especialista en la apreciación del jazz; después quiso  aprender ruso; luego encontró otro trabajo como docente en una  universidad y muchos estudiantes pudieron apreciar la calidad humana de  mi tío.  

El clima se tensó cuando llegó el año en el que el tío Saúl cumpliría 65. Para  ese entonces yo trabajaba como operador en máquinas de automatización  para fábricas, mis hermanos y primos llevaban una vida tranquila, mis padres  y tíos disfrutaban el retiro hasta que en la fiesta de cumpleaños, mi tío tuvo el  atrevimiento de recordar frente a todos que éste sería su último ciclo de vida. 

Todos quedamos congelados ante la noticia y yo por fin comprendía lo que  quería decir. Mi tío Saúl comenzaba a tener complicaciones en el cuerpo y le  impedían moverse por su propia fuerza, lo que complicaba su rutina  viviendo solo como lo hizo desde que tenía 27 años. En su mirada que aún  arrojaba brillo también era posible vislumbrar un hombre que ya no se  sentía cómodo con su forma de vida.

En agosto recibimos la perturbadora invitación de nuestro tío Saúl, quien  nos invitaba a festejar su último día de vida. Desde luego la noticia  enloqueció a la familia, todos volamos a tumbar la puerta de su casa para  machacarlo a gritos. No fueron insultos, no éramos capaces de ofender a  quien nunca nos trató mal, pero exigíamos que parara con su locura. De  pronto la sonrisa de mi tío nos parecía una burla porque estábamos al borde  de estallar y él permanecía sonriente y optimista. Simplemente se limitó a  responder que para él había sido suficiente, por lo tanto, no le interesaba  vivir la agonía de un anciano el cual no tiene cómo sustentar sus carencias. 

– No estoy listo para eso. Tuvo el descaro de rematar con esa frase. 

Jamás pudimos entenderlo, pero sabíamos que mi tío Saúl lo haría de todos  modos y darle la espalda sería lo más cruel. Así que el 27 de agosto tuvimos  la última reunión con nuestro amado familiar. Cada quien le hizo uno de los platillos que le fascinaban; bebió su vino favorito; intentó jugar futbol y  

escuchó sus discos preferidos. Al final cenamos el café y pastel que más le  encantaban, a la hora de despedirnos nos comentó que mañana vendrían los  médicos especializados para inyectarlo. Naturalmente todos preferimos  quedarnos con él, pasamos toda la noche escuchando sus relatos sobre  música, libros y nunca dejó de mencionar lo tanto que nos quería. 

La velada tuvo un punto de quiebre en el momento que mi madre, entre  tanta nostalgia, no soportó más y rompió en llanto y le reclamó por hacernos  pasar un rato tan triste. Mi tío la miró compasivamente y se aventó una  diatriba sobre cómo disfrutó la vida, además sentenció que deberíamos estar  contentos de gozar su último día en compañía de él. Todos preferimos  fundirnos en un abrazo que duró el resto de la madrugada, solo se escuchaban sollozos y se miraban ojos vidriosos, fue un silencio largo y  sepulcral.  

A la mañana siguiente los doctores llegaron y comenzaron a preparar una  especie de jeringa con un líquido que llevaba la advertencia: “letal”, mi tío  Saúl firmó una serie de documentos para formalizar el proceso y dejar claro  que la aplicación de la vacuna mortal era su responsabilidad, nosotros  estábamos inconsolables porque ya sentíamos que nuestro querido tío estaba  lejos de nosotros.

La segunda vez que vi a mi tío Saúl sin esa sonrisa que lo caracterizaba fue  cuando se acercó a despedirse definitivamente de nosotros. Le lloramos y lo  abrazábamos tan fuerte para decirle que no se fuera y él solo se mantenía en  silencio. Yo lo estrujé tanto como pude y le pregunté si en verdad esto era lo  que quería.  

Tras la pregunta mi tío Saúl no pudo contener su llanto y volvió a  abrazarnos, el momento solo se hacía más difícil, sobre todo cuando  notamos una debilidad en él, en realidad parecía que no quería irse, pero al  mismo tiempo le aterraba estar solo. Lloró desesperadamente un minuto,  luego recobró la cordura, pero no volvió a sonreír, solamente se acercó a la  cama en donde iba a terminar su vida, se recostó y su mirada se fue hacia  arriba, en ese pequeño lapso vi por dentro su disputa entre la vida y la  muerte, entre la indecisión y el miedo.  

Tener la convicción de morir es una idea sumamente descabellada, pensé  mientras mi tío seguía agregando tensión al asunto, tener una fecha para  decir adiós a este mundo es algo fuera de lo natural, e incluso de lo bello, y  es que parece que hay algo de maravilloso en tener la incertidumbre de  nuestro fin. Mi tío había tenido un día y una noche fascinante y emotiva,  después de eso no podría despedirse, uno pierde la vida luchando contra ese  ente espeluznante llamado muerte, combate hasta no tener un solo ápice de  fuerza para seguir respirando. Mi tío tenía más deseos de vivir que nunca y  finalmente entendió que no podía irse sin luchar un poco más. 

Mi tío Saúl recuperó la sonrisa y muy apenado se levantó y le comentó a los  doctores que aún no estaba listo para morir…