Hablar en el cine de los pueblos indígenas, el narcotráfico, la corrupción e incluso la pobreza siempre resulta una apuesta riesgosa. Comúnmente encontramos piezas que retratan un México ajeno para los mexicanos. La falta de sensibilidad o las aspiraciones hollywoodenses llevan a algunos cineastas a trazar un país lleno de clichés y carente de contextos. Otras propuestas se empeñan en destacar lo mexicano al punto de crear retratos que lejos de crear realismo terminan folclorizando lugares o culturas. A veces nos encontramos retratos crudos, golpes que dejan sin aliento. 

México es un país complejo, lleno de problemáticas que se entrelazan para diluir sus límites. Paradójicamente una de las descripciones más certeras que se han hecho de nuestra nación, nos dice todo y nada sobre ella. Ya lo dijo alguna vez Dalí, nuestro país, es un país surrealista. Quizá esas palabras resonaron en el director Josua Gil mientras filmaba Sanctorum, cinta que narra la batalla entre el narcotráfico, el ejército y una población en Oaxaca, fiel a sus raíces y a su tierra, pero que apenas si subsiste de las migajas que le deja trabajar en los sembradíos de marihuana.

La película retrata una realidad cruel e inevitable pero lo hace a través de imágenes a las que se le imprime toque surreal, suficiente para crear una atmósfera onírica fatalista y, al mismo tiempo, esperanzadora frente a la posibilidad de un renacer en la humanidad. Así, somos testigos de dos universos: lo terrenal que se ha convertido en un campo de guerra, lleno de miedo, violencia e injusticias, que es observado desde un plano místico que retoma, superficialmente, referentes de la cosmovisión mixe y se torna en la promesa de un reinicio que devuelva el equilibrio al mundo.

Sanctorum se destaca desde esta perspectiva como una propuesta original que airosamente combina el realismo mágico con momentos casi documentales. El trabajo visual es sin duda, la mayor fortaleza de la cinta. Tanto los efectos especiales como la fotografía en escenarios naturales permiten acercarnos a las creencias de los pueblo originarios. Mientras la tensión dramática va creciendo la cámara nos envuelve en tierra, en agua, ecos y destellos de fuego, elementos que sustentan gran parte de la filosofía indígena.

Sin embargo, la cinta se pierde al no encontrar un personaje al que seguir. Pese a que su sinopsis plantea que la historia es sobre un niño que pierde a su madre en esta guerra contra el narcotráfico es difícil conectar con él. “Má, má” grita el niño que busca a su progenitora en los primeros minutos, pero rápidamente la cámara se olvida de él para mostrar el panorama; un contexto que da la ilusión de que la verdadera protagonista es la comunidad en sí misma. Una vez que nos enganchamos con este hilo conductor, regresamos al pequeño en medio de conversaciones que le roban reflectores.

El intento por abarcar todas las aristas de la problemática deriva en un ir y venir entre el niño y el contexto, cuando por fin nos interesa saber más de él, de su desenlace, la narrativa corta de tajo esa empatía. Durante el clímax, cada escena logra una tensión que obliga a seguir viendo, desafortunadamente ese sentimiento nace de lo general y no de lo particular. Es decir, no nace con la historia del supuesto protagonista, sino con el panorama de una humanidad condenada a un destino marcado por la agenda de intereses antagónicos.

Este talón de Aquiles sí termina por entorpecer el desarrollo de la trama, pero sin duda, el trabajo visual hace de Sanctorum una propuesta que amerita atención. La película mexicana, que se presentó en 2019 en el Festival Internacional de Cine de Morelia y cerró la Semana de la Crítica en Venecia,  forma parte de la programación de la edición número 69 de la Muestra Internacional de Cine de la Cineteca Nacional.