Cine de animación: ¿Películas para audiencias infantiles?
Al recibir el Oscar por mejor película de animación por su re-interpretación de Pinocchio en la pasada entrega de premios de la Academia, el director Guillermo Del Toro dijo categóricamente en su discurso: “La animación no es un maldito género, es cine”.
Históricamente hemos asociado a las películas de animación como un género infantil, sin embargo, las películas animadas simplemente utilizan una técnica específica de creación cinematográfica, es una forma para llegar a un fondo. Decir que la animación es un género es tan arriesgado (y erróneo) como decir que un director o directora que recurre a la “cámara en mano” está haciendo un documental.
En esta lógica, ¿podríamos catalogar al cine de animación dentro de un género? Claro, como cualquier película live action, los filmes de animación pueden “caer” en uno o más géneros. ¿Acaso Rango (Verinski) no es un western, La Tumba de las Luciérnagas (Takahata) no es un drama, Coraline (Selick) no es terror o Perfect Blue (Kon) no es un thriller psicológico?
La comercialización (encasillamiento) del cine de animación
Para entender la esencia del cine de animación tendríamos que regresar a sus orígenes. En 1908 Emile Cóhl creó lo que para muchos fue la primera pieza cinematográfica animada de la historia. Fantasmagorie es un cortometraje de poco menos de dos minutos con una historia surrealista y algunas imágenes violentas que no pretendía llegar a un público infantil. En este contexto, el cine de animación fue concebido en Francia (lugar del estreno de la película) como un invento, un avance tecnológico que ampliaba las posibilidades del cinematógrafo… básicamente, una técnica de la que los Lumière estarían orgullosos.
No fue hasta el año de 1920 cuando Disney, a través de sus dibujos animados de Oswald, el conejo afortunado, que la animación entró en una lógica comercial que la encasilló en el concepto de cine hecho para audiencias infantiles.
La compañía encontró en este tipo de cine una excelente forma de cautivar (secuestrar) a un nicho gigantesco, Disney transformó la técnica en género, inventó el negocio del cine animado infantil y creó un arquetipo que nos acompañó los próximos 100 años.
La cultura del manga/anime, una forma de entender la esencia del cine de animación
Cuando Guillermo del Toro dijo que la animación no es un “maldito género”, básicamente dijo que es hora de empezar a percibir las películas animadas desde una perspectiva oriental.
La arraigadísima cultura del manga/anime de Japón es el ejemplo más claro. Las audiencias japonesas entienden a la animación como un medio para enfrentar algunos de los temas más escabrosos de su historia moderna, algunas de las heridas más profundas de su cultura están representadas a través del anime y el manga.
De hecho, Japón encontró en la animación una armadura para enfrentar sus miedos más profundos en su idiosincracia: el tabú de la sexualidad, el terror a la destrucción nuclear, la soledad, el temor a decepcionar a sus familias o el suicidio.
Esta cultura ha desencadenado en una explosión de micro-géneros que no terminaríamos de mencionar: Yuri (relaciones lésbicas), el Shonen (aventuras/comedia), Shojo (comedias románticas adolescentes), Ecchi (soft porn), Hentai (hardcore porn) o Isekai (“personas de la Tierra que intencional o accidentalmente terminan en un mundo paralelo”).
Lecciones adultas de un cine “infantil”
Hasta ahora he tratado de desvincular al cine de animación del concepto de “género infantil” a partir de una visión técnica, histórica y cultural, sin embargo, creo que la mejor forma de romper con este cliché es hablando desde las emociones.
¿Cómo podría ser el cine de animación un género exclusivo para niña/os si me ha dado tantas lecciones/emociones en mi vida adulta?
Cuando tenía 18 aprendí que no debo dejar que las demás personas definan lo que soy con El Gigante de Hierro (Bird).
En mis veintes recibí la lección más dolorosa sobre crecer cuando Tatischeff le dejó una nota a Alice que decía: “Los magos no existen” en El Ilusionista (Chomet).
Nunca tuve tanto miedo en una sala de cine como cuando Woody, Buzz y compañía se toman de las manos resignados ante su inminente muerte en Toy Story 3 (Unkrich).
Jamás nadie me rompió el corazón tanto como aquellos huérfanos viendo a un niño jugar con sus padres en La Vida de Calabacín (Barras).
A mis 37, Hideaki Ano me mostró que para avanzar, hay que dejar de ver hacia dentro y expandir tu mirada hacia los demás en el final de Evangelion 3.0 + 1.0 (Ano).
Géneros, públicos o edades a parte, la realidad es que el cine (cualquier tipo de cine) está hecho para cautivar a nuestro corazón infantil.
¿Cómo hubiera podido Méliès inventar un Viaje a la Luna si no hubiera evocado a su niño interior? ¿Cómo hubiera podido Cuarón regalarnos Roma si no hubiera desempolvado su memoria infantil? ¿Cómo podría existir Alcarrás si Simon no respirara a través de sus recuerdos familiares de la infancia? ¿Cómo podría Kiarostami haber filmado –¿Dónde está la casa de mi amigo?– si no se hubiera despojado de su cinismo adulto?
El cine, queramos o no, es un arte hecho por adultos con mirada de niños.