Sensible, delicada, sumisa. Adjetivos adscritos desde el nacimiento. Quizás deseos inherentes (¿pero de quién?). Nacer mujer. Ser mujer. Asumirse mujer. Cuánto dolor y gozo hay en este camino. 

Marzo se tiñe de violeta. Las mareas que se desdibujan en las calles son una mezcla de jacarandas y pañuelos morados que otorgan una vista aérea que saca el aire de la impresión cada 8 de marzo. Cánticos de emoción, de alegría, de tristeza y enojo se pueden escuchar por las calles bulliciosas de la Ciudad de México. Sororidad latente. 

Recuerdo bien mi primer acercamiento con el feminismo, o al menos con la cruda realidad de la nula equidad. “¡Que algún niño fuerte me ayude a mover esto!” la maestra vocifera. No soy niño. Pero soy fuerte, al menos para mis 8 años. Me paro junto con los demás voluntarios pero solo yo soy recibida con desdén y rechazo. ¿Por qué?  Medimos lo mismo, e inclusive soy más alta que muchos de estos supuestos niños fuertes, ¿qué nos distingue?, ¿qué me separa y me aliena del concepto “fortaleza”? Musculatura de infantes endebles. 

No sabía lo que era, pero la rabia que me invadía era tan indescriptible entonces como lo es ahora, la diferencia yace tras la cruda realidad y la asimilación de la misma: años de injusticia, dolor y arrebatos.

Un segundo tropiezo llega casi a la par, mientras veo cómo aquellas niñas intrépidas y juguetonas son delegadas a los bordes del patio en el receso. Los zapatos de Coqueta y Audaz con la suela gruesa y correas fuertes son sustituidos por unos considerados más femeninos, pero que carecen de todos los beneficios para el movimiento de niñas activas: flats, sin seguros que evitaran que perdieras el zapato al mínimo movimiento y sin suelas gruesas que previnieran el sentir cada irregularidad en el concreto. 

Un patio que alguna vez fue para todxs se vuelve para todOs. Al fin y al cabo a las niñas les gusta sentarse a platicar y saltar el resorte en las esquinas (que no se me malinterprete, ambas actividades son tremendamente entretenidas). 

Pero el sudor, los gritos desmesurados, las carreritas y peleas solo podían pertenecerles a los niños. Se nos arrebata desde tan pequeñas la diversión asociada a la torpeza y tosquedad infantil que nos vestimos con la delicadeza y madurez pseudo adulta. 

Un día, una amiga mía se hartó de eso. Ella quería jugar fútbol. Quería correr y meter goles como ella sola sabía. A decir verdad no tengo ni idea de por qué acepté pertenecer a su equipo, si yo en la vida me había interesado en ese deporte en particular, pero el sentimiento de rebeldía al hacer algo que no se esperaba de nosotras me llenaba de esa traviesa y feliz inquietud aniñada. 

El “no” fue rotundo. No pueden porque las van a lastimar, son niños y son más bruscos. No pueden, porque se les va a alzar la falda corriendo y eso es indecoroso. No pueden, porque no queremos que lo hagan. Pero claro que podríamos. La tozudez es nata para las niñas a quienes se les niega todo. Eventualmente nos dieron un día o dos a la semana para que jugáramos únicamente niñas contra niñas, si no mal recuerdo. Con el paso del tiempo la cosa fue cambiando y a pesar de que no éramos las mejores nos las íbamos arreglando y cuando una victoria nos pertenecía en un partido mixto yo juraría que sentía que me podía comer al mundo entero, nada me detenía. Y veía que el sentimiento se extendía en mis amigas y compañeras. Un orgullo que apretujaba nuestro corazón. Mejillas sonrosadas por el cansancio.  

Qué nostalgia y qué sentimiento pensar en las batallas vencidas y en los dragones degollados de la niñez. Lo que en aquel entonces parecía una montaña, con el tiempo se transformaba en un desnivel en el camino. Para mí la equidad consistía en que me permitieran jugar fútbol contra un montón de niños para quienes aquel deporte significaba el ser. Una identidad. Para mí, una contradicción impuesta. 

Hago énfasis y reflexiono en estos momentos de mi niñez con ternura en mente. Ojalá todas viviéramos mis pequeñas inconveniencias como acercamiento a la inequidad. Ojalá no hubiese inequidad, para empezar, ¿pero cuán utópico sería eso? Pensamientos idealistas en un mundo manchado por la crueldad. Cuánto dolor, cuánta sangre, sudor y lágrimas derramadas por aquellas que ya no están. Y por aquellas que estamos y vivimos con el dolor latente en el pecho. 

La adolescencia trae consigo cambios y asimilaciones. Seré la primera en admitir las ambivalencias de mis comportamientos y cuán endebles eran mis creencias. Una incongruencia monumental, ¿pero para eso crecemos, no? Para aprender. 

Avergonzarme de mi periodo en público mientras abogaba por la liberación de la pena femenina que nos ahoga por el mero hecho de existir. Ignorar los comentarios hirientes y machistas que cruzaban el aula por miedo a divergir. Reír con algunos de ellos por la costumbre e ignorancia. Miedo. Pero al miedo se le ha de enfrentar. Y qué si les desagrado a unos cuantos por señalar su machismo. El cansancio de vivir en la sombra de la sumisión hunde los hombros de cualquiera.

Ver hacia aquellos años es un ejercicio de conciencia, y compartirlos uno de empatía. Aún recuerdo el nerviosismo de mi primera marcha del 8M. Recuerdo todos los sentimientos que se arremolinaban en mi interior. Sí, había enojo, y había dolor. Pero también mucha esperanza y ternura. Y es desde aquella esperanza y ternura que escribo y milito: por un mundo mejor para nosotras, y aquellas por venir. Nunca olvidemos que lo personal es político. Que meter un gol puede ser un acto de rebeldía y revolución.