“El derecho de sombra es un proceso largo si no cooperas”, así es como lo señalan los secretarios que se encargan de tramitar dicho permiso, al mismo tiempo te lanzan una mirada repulsiva, soberbia, como quien se sabe con el poder de destruirte si así lo desea, por último sueltan una mueca apretando los labios que se puede interpretar como una sonrisa.

Ese mínimo gesto es la ventana de oportunidad que alguien espera porque da pie a preguntar cómo es posible que se agilice el trámite. “Necesito que salga lo más rápido posible, el cáncer de piel de mi hija es avanzado y no puede estar ni un minuto más bajo el sol”, se escucha desesperado.

“En ese caso necesitaré el expediente médico”. El señor extendió por debajo de las ventanillas blindadas una carpeta con papeles de un hospital, también había algunos billetes que el secretario arrastró con su mano siendo supuestamente discreto.

“De acuerdo, requiero los demás papeles y le expedimos el permiso mañana”. El señor lanzó otro fajo de papeles hacia el secretario, quien los miró uno por uno y al final volvió a mostrar otra mueca, torció los extremos de los labios y ahora él le entregó una ficha: “mañana muestre este documento y le entregarán lo que necesita. Eso es todo”.

El señor tuvo que corromper al secretario para recibir el derecho de sombra de su hija, tuvo que gastar cinco veces más de su costo para tenerlo pronto, lo logró, él no tenía permiso para caminar por donde no pegara el sol, debía usar mangas, bloqueador, gafas y beber agua constantemente, ya no era un lujo, ahora es una necesidad.

Mientras el señor camina por las calles, observa el operativo de la policía para regular el acceso a los espacios con sombra. Los oficiales piden mostrar el permiso y su identificación, las personas que pueden acceder se ven frescas. Por otro lado, quienes recorren el rumbo soleado, se desmayan, su rostro enrojece, la piel se reseca y en algunos casos hasta se forman grietas.

Los gobiernos tuvieron la grandiosa idea de regular los espacios con sombra para evitar amontonamientos de gente y recibir más ingresos por los permisos. Solo taparon el sol con un dedo. Diario recibían reportes secretos sobre la peligrosidad con que los rayos ultravioleta arreciaba sobre los seres humanos, también revisaban los aterradores informes del aumento de casos de cáncer de piel.

Los presidentes aseguraban que la ola de calor pasaría pronto, ocultaban que en realidad se hablaba de un deterioro extremo del Ozono, “hemos destruído el planeta. No, al contrario. Estoy tratando de salvarlo”, pensaba un mandatario al que se le ocurrió colocar módulos de atención para personas que sufren insolación. Las filas se hicieron eternas y cada centro colapsó en cuestión de días.

La ola de calor mundial de la que se hablaba en las noticias llegaba a su segundo año. Los ciudadanos que tacharon de ridiculez el derecho de sombra ahora hacen filas con los secretarios burócratas, ellos recibieron la orden de no expedir más de 30 permisos por día.

“Es urgente evitar una saturación de personas en los espacios seguros”, por ello decidieron pedir de requisito un comprobante de ingresos, pero dichos salarios debían ser de gente adinerada, fue el mejor obstáculo que encontraron. Aún así las filas se abarrotaban y tenían que improvisar para rechazar a todos los candidatos posibles.

Al día siguiente, el señor recogió el ansiado permiso y se lo dio a su hija, estaba tan protegida del sol que parecía una momia, la pequeña salió e inmediatamente encontró un punto de sombra en una calle, caminaba a un lado de su padre, pero él estaba bajo el sol, el calor parecía el mismo de hace algunos años, pero quemaba más y destruía todo a su paso.

“¿Por qué simplemente no salimos hasta que sea de noche?”, preguntó la niña. El padre entre irritado por el calor y desesperado por sentir como su piel ardía, se detuvo a pensar en eso. “Porque se vive de día”, respondió insatisfecho, buscó dentro de su mente una explicación más acertada “Porque se vive de día y se duerme de noche, quizá” pero al final entendió que no podía cambiar su rutina.

Al señor se le empezó a nublar la vista, la boca se secaba, sudaba a raudales y sentía que su cabeza se quemaba. “Quieren vernos morir”, pensó antes de desmayarse. “Ahí va otro”, sentenció un policía que lo vio caer.